Este pasado mes de febrero fallecía prematuramente Jiro Taniguchi, el autor cuyo nombre quise dar a este blog hace unos diez años, por la admiración y el respeto que me merecía su obra.
La muerte de Taniguchi me produjo una extraña tristeza; no lo conocía más que
por sus cómics, pero a través de ellos le había tomado mucho afecto. Al fin y al cabo en las muchas horas de lectura de sus creaciones se me había dado a conocer: el autor se entrega en sus libros, que nos dicen quien es.
Mucho podrán escribir los expertos para ampliar su reconocimiento, pero casi siempre estarán de acuerdo con que logró una gran belleza y expresividad, construyendo historias singulares con las que cualquier lector se podía fácilmente identificar, lo que las hacía casi universales.
Su cuidado del dibujo lo hacía muy detallista sin perder sencillez, y eso ya invitaba a prestarle atención: era testimonio de un compromiso con el lector y con la historia que iba a contar.
Al entrar en las historias podíamos encontrarnos una anécdota, la observación de un instante o un gesto trivial, contado de forma que podía convertirse en evocador de una experiencia personal y reveladora. Muchos de sus cómics se acercaban a lo biográfico entrando en la evolución de los personajes, sus sentimientos, su crecimiento desde la niñez a la juventud, los acontecimientos transformadores de la vida, la relación con los padres, con los hermanos o con la pareja, logrando una gran autenticidad. Con ello facilitaba que el lector se mirara a sí mismo través de la ventana abierta por los cómics.
Destacaba una visión tranquila y serena del mundo, que invitaba a disfrutar los pequeños detalles de la vida diaria, a comprender
los problemas y valorar a los demás. No se trataba de pasividad o conformismo; sus personajes podían ser luchadores y perseverantes en sus
metas, pero al mismo tiempo aprendían a asimilar las adversidades, ampliar su visión del mundo o encontrar lucidez a través de cualquier
experiencia.
Con la monumental La época de Botchan nos zambulló en la cultura japonesa de la mano de Soseki; con El almanaque de mi padre hizo su aportación a un tema universal, la muerte de los progenitores y su significación para la propia vida; con El caminante nos mostró cómo disfrutar el tiempo como una suma de momentos irrepetibles; y nos emocionó con obras como Barrio Lejano o Los años dulces al evocar el amor en la juventud o la vejez y la importancia del reconocimiento del otro y sus circunstancias. Contar la simple relación con un perro y mostrarnos su envejecimiento y muerte nos daba un ejemplo de amor.
Incluso cuando
simplemente acompañaba a su Gourmet solitario a comer en cualquier taberna nos hacía experimentar algo único. Y cuando realizaba cómics de género policíaco, aventura o naturaleza también construía historietas de alto nivel. Especialmente con obras como Seton o La cumbre de los dioses transmitió épica, humildad y amor a la naturaleza.
Todo esto permite comprender por qué leer a Taniguchi me resultaba reconfortante e iluminador, y que al acabar cualquiera de sus historias, como la mayoría de sus lectores, me sintiera, y en cierto modo fuera, mejor.
Ahora procede releer lo leído y disfrutar las reediciones que sin duda llegarán, de mano de la gran labor editorial de Ponent Mon. Este blog seguirá llevando su nombre como recuerdo y homenaje a Taniguchi y en general a la capacidad de los cómics para hacer pensar, emocionar, conocer o
disfrutar.
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