Se trata de una obra muy bien contada, que se lee de un tirón, dibujada con enorme cariño hacia todo lo que acompañó al ilustrador durante aquella época: las primeras pruebas y encargos, los amigos que se van haciendo en el mundo de las publicaciones de cómic, los primeros pisos, los proyectos que muchas veces no llegaban a nacer, la entrada en la producción de dibujos animados con la serie de TVE Don Quijote de la Mancha, o -cómo no- los primeros escarceos amorosos.
El cómic se puede también leer como una historia de esos años de la Transición política en España, en la que no todo era feliz: los atentados de ETA y los grupos fascistas, el servicio militar obligatorio o el machismo. Pero sobre todo se lee como un homenaje, quizás nostálgico, a esas amistades que perduran a lo largo de la vida, a la familia que acepta que su hijo se abra al mundo pero que se preocupa, a la música que se abría paso, a las revistas o fanzines que recogían la creatividad de quienes empezaban a dibujar...
En ese último sentido, también es una crónica que nos trae interesantes retazos de la evolución del cómic en España, continuando una línea en la que ya abundaron Carlos Giménez (Los profesionales) o Paco Roca (El invierno del dibujante), entre otros ejemplos destacadísimos. Mientras vemos crecer a un tímido joven que va afianzando su propio estilo -entre influencias permanentes como la maestros como Carlos Giménez y cuestionamientos de otros grandes internacionales- vamos conociendo también muchos de los esfuerzos editoriales de aquella etapa de efervescencia, y las ilusiones de muchos autores que difícilmente llegaron a vivir de la historieta.
Creo que contándonos sus años de juventud Juan Álvarez nos ha compartido su mejor obra, haciéndonos disfrutar mucho con su lectura.